martes, 23 de septiembre de 2014

En el límite de la amistad


Alicia levantó los ojos y miró al edificio de cristal negro que se alzaba ante ella. Su silueta apenas se recortaba sobre el cielo nocturno. 

La calle estaba desierta, cuatro farolas dispersas formaban pequeñas islas de luz naranja en mitad de un oceano de oscuridad. Alicia se encontraba bajo una de ellas y miraba cada cinco minutos su reloj de pulsera. La temperatura bajaba a un ritmo frenético y con las prisas había olvidado la chaqueta en casa.
Pero temblaba por algo más que por frío.

Un solitario taxi apareció al fondo de la calle justo cuando el reloj marcaba la media noche. Se detuvo al lado de Alicia y de la parte trasera se bajó un hombre. Sonrieron al reconocerse y dejaron alejarse al taxi en silencio antes de que alguno de los dos comenzara a hablar.

Llevaban muchos años trabajando juntos bajo la alargada sombra de aquel edificio. Días enteros con sus noches, muchas desilusiones, muchas decepciones, cargas pesadas difíciles de soportar, sueños robados por la desazón y la angustia; pero Alicia siempre había encontrado en él un hombro donde apoyar el exceso de carga, su propia isla de luz en la que resistir a las tinieblas, su soporte.

Tenían una relación que ni ella misma se atrevía a entender. Sin él no habría llegado donde estaba, le debía lo que era... y por eso le había citado en aquel lugar.

Lo cogió primero de las manos y después le abrazó.

- ¿Qué es lo que pasa, Alicia?

Le conocía lo suficiente para saber por su tono que estaba preocupado.

- ¿Puedo confiar en ti? -le preguntó sin poder dejar de temblar.

- Sabes que sí -respondió mirándola a los ojos.

- ¿Siempre?

- Siempre.

Se produjeron unos instantes de silencio mientras Alicia hacia acopio de todo el valor que le quedaba. Repitió la frase varias veces en su cabeza antes de ser capaz de decirla en voz alta.

- Mañana el jefe no vendrá trabajar -pausa-, y tienes que ayudarme a deshacerme de su cuerpo.

martes, 9 de septiembre de 2014

La isla


Pasé doce años perdido en una isla desierta. Mi barco naufragó en el Atlántico cuando transportaba maquinaria a Sudamérica, y sobreviví a base de moluscos, bayas y agua de lluvia. Sólo Dios sabe por qué no morí de inanición.

Siempre supe que aquella isla ejercía una especie de poder místico, sobrenatural, sobre todo cuanto caía en ella, pero nunca llegué a averiguarlo hasta haber conseguido abandonarla.

Un día, en algún momento de lo que supuse 2026, una embarcación arribó en la costa donde tenía montado mi campamento. Era poco más que un barco de recreo y en su interior no había tripulación. Un par de botellas de vino vacías se mecían sobre la cubierta como única evidencia de que en algún momento alguien tripuló la nave.

Había sido patrón de transatlánticos durante toda mi vida, por lo que manejar aquella embarcación no me supuso ningún problema. El GPS se encontraba en perfecto estado y los tanques a rebosar de combustible, sin duda era un barco fantasma. En poco más de tres días regresé a mi Galicia natal y descubrí con horror que el mundo había cambiado.

Un basto desierto se extendía donde siempre se había levantado Vigo. Un negro horizonte de tierra árida y yerma cubría cuanto la vista me alcanzaba a ver. ¿De qué oscura pesadilla se había escapado aquel paisaje tan desolador?

Vagué durante días por un eterno desierto, alimentándome de carne de serpiente cruda que era lo único que se arrastraba por aquellos lares; y bebiendo de riachuelos fangosos, tragando más tierra que agua. Cuando ya pensaba que moriría en soledad y que los pérfidos reptiles devorarían mis entrañas, emergió ante mí, tras la sombra de una gigante duna de arena, una muralla imponente edificada con piedra.

Dos almenaras custodiaban las puertas de acero y sobre ellas varios arqueros me apuntaron con rudimentarios arcos de madera.

- ¿Quién va? -preguntó uno de ellos mientras el viento arrastraba la potencia de su voz.

- Mi nombre es Marc Gideon y necesito ayuda -dije haciendo acopio de mis últimas fuerzas para hacerme oír.

- ¿Gideon decís? -preguntaron.

- Marc Gideon -repetí pensando que tal vez no me hubieran oído, como si mi nombre fuera relevante-. Hijo de Ernest Gideon, naturales de Vigo. Hermosa ciudad que ha desaparecido.

Las puertas se abrieron y fui escoltado por una especie de guardia armada por la calles de una ciudadela que parecía sacada del siglo XV. La gente, de aspecto harapiento, espiaba nuestro paso a través de las rendijas de puertas y ventanas. Yo estaba demasiado exhausto para sorprenderme por el entorno.

Me condujeron ante el que a todas luces era el jefe de la comunidad, no solo por las ropas que lucía, sino por la cantidad de escolta que le cubría las espaldas.

- ¿De verdad eres Marc Gideon? -me preguntó intentando disimular cierto temblor en la voz.

Asentí mientras me derrumbaba a sus pies incapaz de soportar más mi peso.

- ¿Dónde está mi ciudad? -le pregunté-. ¿Qué ha pasado con todo el mundo?

- Estalló la Tercera Guerra Mundial -me dijo el desconocido-. El armamento atómico y nuclear ha destruido el planeta. Todo vestigio de civilización ha sido reducido a cenizas y pronto no quedará ni oxígeno para seguir respirando -hizo una pausa antes de continuar-. ¿Eres el Marc Gideon cuyo barco naufragó en el mar Atlántico?

- Sí -respondí con lágrimas en los ojos incapaz de comprender la relevancia de mi nombre-. ¿Qué importancia puede tener eso después de lo que me has contado?

- Marc -dijo tendiéndome la mano el hombre que se alzaba ante mí y que probablemete me doblara la edad-, mi nombre es Jonás Gideon. Y soy tu nieto.