lunes, 23 de febrero de 2015

8. Una oscuridad creciente

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Daniel y Dizzie avanzaron hacia el otro extremo de la caverna. A su espalda, Dani oyó al sapo continuar murmurando advertencias.

- Vigilad bien vuestros pasos… cuidado con el Nigromante… cuidado con su Guardia… cuidaos de su Magia…

- ¿Sabías lo del vínculo de los Administradores y lo de los tres días? –le preguntó a Dizzie una vez que la vieja mesa de metal no fue más que un punto de luz en la lejanía.

- Por supuesto, no es la primera vez que llevo a alguien del Exterior a Lontananza. Aunque en la época anterior a la Oscuridad del Nigromante, la estancia en Lontananza se prolongaba todo el tiempo que se deseara y el vínculo era un mero trámite administrativo, nunca nadie cumplió condena por una falta de alguien del Exterior.

- Entonces me has engañado.

- ¿Engañado? –le preguntó Dizzie deteniéndose unos pasos antes de penetrar por otra estrecha galería de luz azul.

- Sí, la promesa que te hice al entrar no vale para nada –le dijo Dani-. Bien sabías tú que tendré que abandonar Lontananza cuando tú lo hagas. Dará igual si el lugar me parece extraño o maravilloso, poco importará si deseo quedarme allí a pasar el resto de mi vida, tendré que marcharme dentro de tres días… Me dijiste que los gatos montañeses no sabían mentir.

- He tenido un buen maestro que me ha enseñado –sus ojos relucieron con un brillo amarillo y, a pesar de la oscuridad, su pupila se contrajo-. Escúchame niño, eres un estúpido si pensaste que te dejaría a tu suerte en una tierra plagada de amenazas. Hueles a Exterior a un kilómetro a la redonda y llevas la palabra “pardillo” escrita en la frente. Lo mínimo que puede pasarte es acabar de esclavo bajo el mando tiránico de algún Jefe de la Guardia.

- Pues lo prefiero a volver con Eleanor.

- No sabes lo que dices, insensato. Vamos, te mostraré el magnífico mundo en el que anhelas crecer.

Se colaron por la pequeña galería de piedra. Las arañas de luz azul correteaban a escasos centímetros de la cara de Dani, que tenía que hacer malabarismos por no interponerse en su camino.

Caminaba un par de pasos por detrás del felino y pensaba en Amelia. Tal vez si la encontraba, ella quisiera hacerse cargo de él, quizás pudieran volver junto al sapo Administrador para que creara un nuevo vínculo entre ellos y así permanecer más tiempo en Lontananza. Cualquier cosa antes que regresar y hablar con la psicóloga sobre familias desestructuradas.

Se preguntó si Eleanor habría descubierto ya que se había marchado…

Una bocanada de aire frío interrumpió sus pensamientos. Habían llegado al final de la cueva y un manto negro plagado de estrellas se extendía sobre sus cabezas.

Se hallaban en una pequeña plataforma en el risco de una montaña. Bajo ellos se extendía una jungla de árboles y matorrales cuyo final la vista no alcanzaba a ver. De vez en cuando la verde extensión se interrumpía para dejar hueco a un resplandor de luz amarilla que se proyectaba hacia el cielo.

- Son pequeñas aldeas –dijo Dizzie señalando los focos de luz-. Lontananza está formada por un total de doce pequeñas aldeas, unidas entre sí por sinuosos caminos a través del Bosque. Las doce aldeas forman un gran círculo en cuyo centro se hallaba la hermosa y blanca Ciudad Amurallada.

Dirigió la cabeza hacia el norte pero allí no se vislumbraba ninguna ciudad blanca, tan solo una especie de oscuridad latente. No había estrellas, ni luces, ni árboles; el paisaje era engullido un enorme agujero negro.

Daniel se estremeció y tuvo que apartar la mirada.

- Tenebroso es el camino que conduce ahora al Castillo Negro –susurró Dizzie-. Antaño fue un lugar hermoso, cuando el Rey de Bambala gobernaba justamente en él y los días eran prósperos y felices.

- ¿Qué ocurrió? –le preguntó Dani.

- Una fuerza oscura surgió en el Este, un poder como nunca nadie había visto antes.  Tomó forma y cuerpo y se hizo llamar el Nigromante. Consumió los corazones de muchos leales súbditos y los llevó a la guerra contra el Rey al que habían jurado proteger. Lo derrocó en veinte días de asedio a la Ciudad Amurallada, y desde allí extendió su reinado de terror y miedo. Ahora todos viven bajo su sombra, atemorizados por sus leyes de torturas y dolor… Y nadie se atreve a hacerle frente.

- ¿Cuánto tiempo hemos pasado en el túnel, Dizzie? Se ha hecho de noche muy rápido.

- En Bambala siempre es de noche –le respondió-. Un malvado hechizo mantiene el sol oculto para que siempre impere la oscuridad. Es la forma que tiene el Nigromante de mantener ensombrecidas las esperanzas de la población.

- Oh… -dejó escapar el chico.

- ¿Ves, Daniel? –le dijo alzando la mirada. Sus ojos volvían a ser verdes y se podía leer la nostalgia en ellos-. ¿Comienzas a comprender?

El chico no dijo nada, aún tenía demasiado orgullo para darle la razón a su amigo, pero en el fondo de su corazón comenzaba a notar el peso de una angustia creciente.

- Vamos hacia Calendra –le dijo Dizzie-. Son esas primeras luces que ves en la lejanía. Calculo que estará a unos cinco kilómetros en línea recta desde la base del acantilado.

- ¿Y cómo bajamos de aquí?

- Debe de haber unas escaleras a la vuelta. Por aquí.

Daniel siguió a Dizzie por un sinuoso sendero que partía de la plataforma del risco y daba la vuelta a la montaña.

- ¿Y cómo encontraremos el camino a Calendra entre ese mar de árboles?

- El Bosque está señalizado. Los habitantes de Lontananza suelen marcar los árboles para indicar el camino a ciertos lugares.

El sendero desembocaba en una escalera de madera que viraba abrazando la montaña y atravesaba la superficie de los árboles hasta llegar al suelo.

- ¿Y quién construiría…

- Ya está bien de preguntas, Daniel –le interrumpió el gato-. Presta atención a la escalera, por favor, no quiero morir arrollado si tropiezas.

Al comenzar al bajar, el chico se fijó en el extraño símbolo marcado en todos los peldaños de la escalera, emitía un destello dorado y era muy parecido al que había visto en la cueva. Se trataba de una letra extraña que Dani no había visto nunca. Quiso preguntárselo a Dizzie, pero prefería no enfurecerlo más, así que se guardó la pregunta para más adelante cuando el ánimo del gato se hubiera calmado.

Llegaron al final sin incidentes al cabo de varios minutos de agotador descenso. Ante ellos se extendía un oscuro y lóbrego bosque, iluminado escasamente por pequeños farolillos de luz blanca que se alzaban dispersos a ambos lados de un camino empedrado.

Aunque a simple vista parecía un bosque normal, similar al que crecía alrededor de Casasviejas, vibraba a su alrededor una sensación de irrealidad, como si se tratara de un sueño.

- Lo que notas en tu cuerpo es la Magia que recorre cada rincón de Bambala –le dijo Dizzie-. Los magos y sacerdotes aprenden a reconducirla y emplearla de mil maneras posibles. Te acostumbrarás rápido a esa sensación, enseguida desaparecerá.

Pero Dani no quería que desapareciera. Se sentía magnético, cada átomo de su cuerpo vibraba y creyó que podría echar a volar en cualquier momento.

- ¿Todo el mundo puede usar la Magia? –preguntó.

Dizzie sonrió como si hubiera estado esperando esa pregunta.

- Todo el mundo que sea capaz de pasar la mayor parte de su vida estudiando sus caminos y fluctuaciones, y aún así, una mente débil será incapaz de dominarla.

- Comprendo.

Se acercaron a un poste situado en mitad del sendero de piedras. Varias flechas señalaban diversos destinos. Calendra se situaba frente a ellos.

- Sigamos el camino de piedra –le dijo Dizzie-. Aunque demos más vueltas, es más seguro que adentrarse en el bosque.

Daniel se pegó a la sombra del felino y ambos se adentraron en los dominios de Bambala.

Siguiente capítulo aquí. 

7. El sapo administrador

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La escalera de cristal, de al menos mil peldaños, los había conducido al interior de una gran gruta donde era probable que la humedad sobrepasara el cien por cien. Parecía que Dizzie acabara de salir de un charco y tanto el jersey como los vaqueros de Daniel estaban empapados y pesaban una tonelada.

A mitad del camino, mientras avanzaban tanteando en la oscuridad, la pared de piedra había comenzado a brillar con un resplandor azulado, iluminando un sendero entre las rocas por el que caminaban. Al acercarse, Daniel observó que eran una especie de pequeñas arañas, que correteaban sobre la piedra, las que emitían el débil destello azul.

- No las toques –le susurró Dizzie con los bigotes perlados de diminutas gotas-. Si asustas a una de ellas se pondrán todas a gritar. Su chillido es tan estridente que tendríamos suerte si no se nos desplomara toda la cueva encima.

Bajo la espectral luz azul, la advertencia sonó casi a sentencia de muerte, y Daniel se retiró rápidamente de la pared de roca.

- ¿Qué son? –preguntó.

- ¿No lo ves? Arañas de luz azul.

- ¿Así se llaman?

- En Lontananza no nos complicamos con los nombres, las cosas son lo que ves… aunque no siempre. Pero por lo general dejamos a la madre naturaleza cuidar de sus criaturas sin molestarnos en darles nombres rídiculos. Y ahora prepárate, comienza el espectáculo.

El sendero azul se interrumpía de pronto y se abría a una gigantesca cavidad cuyos límites se perdían en la oscuridad. El ambiente estaba menos cargado de humedad pero olía más a moho, y Daniel se dio cuenta de que hacía bastante tiempo que ya no percibía el olor del mar.

En lo que parecía el centro de la cueva se hallaba una pequeña mesa de metal oxidado de apenas veinte centímetros de altura y, formando un semicírculo a su alrededor, se apilaban montañas de cuadernos y libretas. Sobre la mayoría proliferaban hongos y setas, y largos líquenes colgaban en cascada de los tomos superiores.

Juegos de velas, que misteriosamente no chorreaban cera, se repartían aquí y allá entre los volúmenes dando luz al conjunto.

Detrás de la mesa, un gordo sapo pardo pasaba con cuidado las hojas de uno de los cuadernos.

Dizzie se había detenido en la entrada a la cueva y Dani estaba un paso por detrás de él. Vio como el gato se alineaba junto a la pared derecha y retrocedía cuatro pasos hasta situarse frente a una pequeña marca dorada en la roca.

- ¿Qué haces? –le preguntó.

- Ahora lo verás.

Sentó sus cuartos traseros en el suelo de piedra frente a la pared y dijo:

- Epsina micande

La roca que tenía delante parpadeó ligeramente y luego se esfumó. Donde un segundo antes había un sólido muro de piedra sin interrupciones, una pequeña cavidad horadada en la roca surgió de la nada.

De su interior Dizzie sacó lo que parecían unos guantes de pelo negro.

- ¿Qué ha sido eso? ¿Cómo lo has hecho? –preguntó Daniel cuando consiguió cerrar la boca del asombro.

- Tu amiga Amelia me ha dejado este regalo –dijo mientas se colocaba los guantes, que quedaban perfectamente camuflados entre su pelaje negro-. Los necesito para entrar en Lontananza sin revelar mi verdadera identidad. Recuerda que soy un proscrito.

- No lo entiendo, ¿por qué los necesitas?

- Ahora lo verás, no seas impaciente.

Dizzie comenzó a caminar hacia la mesa oxidada.

- ¿Y lo de “espina no sé qué”? –preguntó Daniel corriendo detrás de él.

- No es espina, es epsina. Es la Marca de Amelia. Luego te lo contaré todo pero ahora estate calladito y déjame hablar a mí.

Llegaron al centro de la cueva y Daniel pudo apreciar de cerca la grandiosidad de la montaña de libros que se alzaba frente a él. Tal vez sobrepasaran los diez metros de altura.

El sapo gordo tras la mesa alzó la cabeza. Llevaba unas diminutas gafas de lentes redondas delante de los ojos y su papada se inflaba y desinflaba al ritmo que respiraba.

Sobre la mesa, Dani vio que el cuaderno que el sapo hojeaba estaba lleno de toda clase de huellas dispares y largos nombres escritos bajo ellas. En la mesa también había una suerte de bote de cristal con un líquido de aspecto gelatinoso en su interior.

- Queréis pasar, supongo –dijo el sapo. Su voz sonaba hueca y profunda, como si emergiera del interior de un pozo. Croó al terminar la frase.

- Así es, amigo –le respondió Dizzie con una leve inclinación de cabeza.

- Manos, por favor –pidió el anfibio extendiendo la suya hacia ellos.

Dizzie se alzó sobre sus cuartos traseros y le acercó la pata delantera con el guante puesto y perfectamente camuflado con su pelaje.

El sapo agarró su mano con energía, y con cuidado de no provocar que las uñas de Dizzie salieran despedidas de entre sus dedos, la introdujo en el bote de cristal hasta que quedó bien embadurnada de la sustancia viscosa. Después la retiró, la condujo hacia el cuaderno y la estampó sin miramientos sobre un espacio en blanco. La huella gatuna comenzó a oscurecerse rápidamente sobre el papel.

- Límpiate –le dijo lanzándole una toalla húmeda que sacó de algún lugar bajo la mesa.

Mientras Dizzie se secaba la garra del líquido pringoso (aunque en realidad limpiaba el guante de Amelia), Daniel vio como debajo de su huella, en el cuaderno, comenzaban a aparecer caracteres de la nada e iban formando un nombre.

- Malena de Anyú –leyó el sapo, y levantó una mirada inquisidora hacia Dizzie-. Pensé que eras macho.

Daniel notó como su amigo se ponía tenso y tragaba saliva.

- Llevo unos días acatarrada –respondió-, por eso mi voz suena tan grave.

Al sapo debió valerle la explicación o realmente poco le importaba lo que el animal que tenía enfrente pudiera ocultar.

- Tu turno –dijo volviéndose hacia Dani y extendiendo de nuevo la mano.

- No, él no está en los archivos. No pertenece a Lontananza –le dijo Dizzie.

- ¿Un forastero? –la voz del anfibio tembló ligeramente y retiró rápidamente la mano.

- Me extraña que no lo hayas olido.

- La humedad y el moho en este lugar son muy densos, como puedes comprobar. Matan todos los olores –contestó sin apartar la mirada de Daniel-. Conoces las reglas acerca de los forasteros, ¿verdad?

- Absolutamente –respondió-. Me hago responsable.

- ¿Cómo su Deudor?

- Así es.

El sapo asintió y desapareció de su vista saltando entre los volúmenes de libros.

- ¿Qué ha querido decir con eso de Deudor? –preguntó Daniel una vez que el anfibio se hubo esfumado.

- Las leyes de Lontananza no pueden ser aplicadas a los habitantes del Exterior, por lo que cada forastero debe contar con un Deudor que pague por sus delitos. En este caso, si te metes en líos, Malena de Anyú pagará por ellos.

Dizzie exhibió su mejor sonrisa felina, esa que a Dani a veces le producía escalofríos.

El sapo administrador regresó al cabo de unos minutos con un objeto de madera entre las manos. A Dani le pareció una especie de molinillo de pimienta. Lo introdujo en el líquido viscoso y se lo tendió a Dizzie.

- Estámpaselo al forastero en la muñeca.

El gato siguió las instrucciones y Dani acabó con la sustancia pringando su muñeca. A pesar de su aspecto, tenía un tacto fresco y agradable. Se secó casi al instante dejando la forma de un número tres tatuada en negro.

- Estáis unidos por el vínculo de los Administradores –les informó el sapo-. No podréis separaros más de veinte metros el uno del otro y al cabo de tres días tú, forastero, deberás abandonar Bambala o tu amiga Malena sufrirá las consecuencias. ¿Ves el número de tu muñeca?

Daniel asintió. El frescor inicial había dado paso a un frío glacial que le calaba hasta los huesos, imposible ignorarlo.

- Se irá actualizando según pasen los días. Mañana tendrás un dos, y pasado un uno. Si algún gendarme de la Guardia del Nigromante te pilla con un número negativo en la muñeca, tú serías expulsado de inmediato pero tu compañera pasará el resto de sus días añorando la luz del sol. ¿Lo has entendido?

Daniel asintió de nuevo sin abrir la boca y el sapo croó dos veces, satisfecho, inflando su brillante papada.


- Son tiempos oscuros en esta tierra, forastero, mal momento para visitas, pero podéis pasar.

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domingo, 22 de febrero de 2015

6. Uno, dos, tres... ¡Cocodrilo!

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Esperó observando por la ventana de su cuarto hasta que la chica entró por el patio trasero de su casa. Había anochecido ya, así que no vio más que un borrón amarillo atravesar a toda prisa el camino de piedras.

Estaba convencido de que la entrada a la Tierra de Lontananza se hallaba en esa cala, pero según le había contado Dizzie, necesitaba una contraseña para que la puerta mágica se abriera.

En cuanto vio a la chica aparecer entre las piedras de la cala tomó una decisión. No quería volver a ese colegio, no quería volver a ver a su profesora ni a aquella directora snob, y por supuesto no quería ver a la psicóloga que trataba niños de familias desestructuradas. A la mañana siguiente se escondería y seguiría a la chica del abrigo amarillo hasta la entrada a Lontananza y se colaría tras ella. Allí la vida sería de otra manera para él, estaba seguro.

Eleanor estaría triste al principio, quizá se sintiera un poco sola los primeros meses, pero a la larga sería lo mejor para ella. Él estaba resultando una pesada carga, no se comprendían y se hacían daño constantemente sin saber cómo evitarlo. Con el tiempo probablemente encontrara a otra persona que la haría feliz y formaría una familia de nuevo, estructurada desde los cimientos.

Era sin duda lo mejor para todos.

Cuando todas las luces de la casa se apagaron, Dani se levantó de la cama, sacó todos los cuadernos de su mochila y en su lugar metió una manta, una linterna y una cuerda de nylon. El mechero y el cuchillo los cogería al día siguiente de la cocina cuando su madre ya se hubiera ido a trabajar.

Por suerte para él, su padre, entre botella y botella, había tenido tiempo de apuntarlo al grupo de boy scout que organizaban en su barrio. Sólo había durado un par de años, pero había sido suficiente para asimilar los conceptos básicos de supervivencia.

Aquella noche Dizzie no apareció por allí. Su alargada silueta negra y sus ojos amarillos debían estar ocupados en otros menesteres. Para Daniel fue un alivio, no quería que descubriera lo que se proponía hacer. Estaba seguro de que Dizzie habría intentado disuadirlo, convencerlo para que no se adentrase en ese peligroso mundo al que él ya no tenía acceso. Pero Daniel estaba decidido, nada ni nadie evitaría que siguiera a la chica del abrigo amarillo hasta la entrada a Bambala.

Cuando miró por última vez por la ventana, vio el morro de una furgoneta negra asomar entre las casas de la calle principal. No le hizo falta que se iluminara la luz interior para saber quién iba de copiloto.


El día amaneció helado y con una espesa neblina desdibujando las calles. Dani perdió de vista a su madre por la ventana nada más salió por la puerta, la niebla la engulló y desapareció como en un vulgar truco de magia. Sintió un fuerte vacío en el estómago al pensar que no volvería a verla más.

Desayunó tan rápido como pudo y metió el resto del paquete de galletas en la mochila, no sabía cuándo volvería a comer de nuevo.

Salió de casa diez minutos antes de la hora de todos los días y aguardó al final del callejón que separaba las dos casas. La chica pasaría por allí tarde o temprano, igual que había hecho los días anteriores. Solo tenía que esperar, amparado por la niebla, a escuchar sus pasos por el adoquinado de la calle.

El tiempo pasaba, los minutos se acumulaban uno tras otro en el reloj de muñeca de Daniel y el silencio era lo único que se escuchaba en el estrecho callejón. ¿Dónde se había metido? ¿Era posible que se hubiera marchado antes de que Daniel saliera de casa?

Sintió de pronto vértigo ante la posibilidad de tener que volver a la escuela, de que aquella tarde llamara la psicóloga y tuviera que hablar con ella, de que sin querer se le escapara algo sobre Bambala y lo encerraran en casa para impedir que se escapara…

Le asaltó el pánico. Tenía que encontrar a la chica antes de que atravesara la puerta mágica. Quizás si corría hacia la cala aún llegara a tiempo para colarse tras ella.

Con un ligero temblor en las piernas echó a correr, pero al pasar junto al patio abandonado de la casa, escuchó voces que provenían de la cocina. Reconoció casi al instante el tono áspero de la chica que buscaba. Se detuvo en seco y se coló por la desvencijada puerta de madera hasta pegarse a la pared trasera de la casa.

La ventana de la cocina estaba medio abierta y pudo escuchar la conversación que se filtraba sin interferencias por el hueco.

- Esto es todo el polvo de erizo que he podido comprar con el dinero que he ahorrado –escuchó decir a la chica-. ¿Cuidarás bien de ella?

- Tranquila, Amelia –dijo otra voz femenina-. Tu tía estará bien. Aquí hay suficiente polvo de erizo como para mantener a raya su Alzheimer un par de meses más.

- No sé cuánto tiempo tardaré en volver –la voz de Amelia se quebró en un sollozo-. Esta vez no regresaré sin él…

- No llores, por favor –le consoló la otra mujer-. No debes preocuparte por nada de aquí, ¿de acuerdo? Encontrarle debe ser tu único pensamiento. Vete ya querida, o se consumirán los minutos de apertura.

- Despídeme de Ginés, él no lo entenderá y se pondrá furioso.

Se produjo un leve silencio, solo roto por débiles suspiros, antes de que la puerta de la cocina se abriera y una silueta amarilla cruzara como una exhalación el patio en dirección al callejón.

Dani, aún impresionado por todo lo que había escuchado, se separó de la pared y siguió a la chica intentando no perderla de vista entre la espesa niebla. El borrón amarillo de su abrigo le servía de guía como un faro.

“Amelia, se llama Amelia”, pensó mientras caminaba sigilosamente entre las estrechas calles del pueblo. “Es un nombre que rima con estrella…”

Cuando llegaron al acantilado, Daniel aguardó tras una esquina al otro lado de la carretera. La chica se apoyó sobre la barandilla y, mirando a ambos lados para asegurarse de que no venía nadie, se precipitó de un salto al otro lado desapareciendo de la vista.

Daniel tuvo que ahogar un grito al pensar que se había lanzado al vacío pero cuando se inclinó sobre la barandilla en el mismo punto en el que había desaparecido la chica, comprobó que había una especie de escalera disimulada escavada en la roca, que descendía sinuosamente hasta la cala. Allí la niebla comenzaba a disiparse.

La silueta de Amelia se recortaba a medio camino de la arena. Si no se daba prisa la perdería.

Bajó lo más rápido que pudo, que no era mucho, pues lo escalones eran irregulares y estaban resbaladizos a causa de la helada. No había otra barandilla que no fuera la roca húmeda a un lado y el vacío de la caída libre al otro. Cuando por fin pisó la arena de la cala no encontró ni rastro de Amelia ni de su abrigo amarillo.

Le invadió la desesperación. Había estado tan cerca… y lo había dejado escapar en el último segundo.

Recorrió la pared vertical de roca a lo largo de toda la playa buscando un resquicio, una marca, una señal que indicara allí se había abierto una puerta, pero no encontró más que líquenes y moluscos adheridos a la piedra.

Abatido, se derrumbó sobre la arena húmeda y cerró los ojos. Había perdido su oportunidad, Amelia no volvería durante mucho tiempo, eso le había dicho a la otra mujer, y para entonces la psicóloga ya le habría comido la cabeza y le habría obligado a olvidar todo lo que sabía acerca de Bambala y de Dizzie.

Pronto subiría la marea, en unos minutos tendría que regresar por la escalera si no quería morir ahogado.

Una sombra se situó frente a él y oscureció la luz que se filtraba a través de sus párpados cerrados. Abrió los ojos y se topó con la mirada inquisidora de Dizzie.

- ¿Se puede saber qué haces aquí? –le preguntó con su voz grave, desprovista de afecto-. O más bien: debí suponer que intentarías entrar.

Sus ojos eran un torbellino de remolinos amarillos.

Daniel se incorporó de la arena y se sacudió los pantalones.

- Yo, Dizzie, yo…

- ¿De verdad estás dispuesto a entrar? –se había sentado sobre sus cuartos traseros y miraba al chico directamente a los ojos-. ¿Cueste lo que te cueste?

El chico asintió con determinación.

- Lontananza se ha convertido en un sitio extraño, Daniel, no es el lugar donde un chico debería crecer.

- Tampoco éste lo es para mí –dijo.

- Lo vas a perder todo y ella no va a ayudarte, tiene sus propios problemas.

- ¿Te refieres a Amelia?

El gato asintió a la vez que una ola rompía con furia a escasos metros de ambos.

- ¿Qué hablaste con ella anoche? –le preguntó Daniel sintiendo una punzada de celos.

- Lo suficiente como para saber que es probable que no regrese con vida.

- No me importa, la decisión está tomada. Te dijo también la contraseña para abrir la puerta, ¿verdad? Por eso estás aquí –le dijo-. Tú también quieres entrar.

Se produjo un silencio tenso entre ellos. El viento había comenzado a azotar con fuerza en la pequeña cala y las olas rompían cada vez más cerca, devorando centímetro a centímetro la arena.

- Yo solo voy a echar un vistazo, Daniel, añoro mi tierra. Haré un par de preguntas, averiguaré cómo están las cosas y regresaré. Soy un proscrito, no puedo permanecer allí mucho tiempo.

- En ese caso te acompaño –le dijo-. Iré donde tú vayas, saciaré mi curiosidad, y si de verdad me resulta un lugar tan extraño como dices, volveré contigo y olvidaré todo este asunto.

- Serán dos o tres días, cuatro a lo sumo.

- Suficiente.
Dizzie alzó la pata delantera y Daniel se inclinó para estrechársela.

- Has hecho un trato con un gato montañés, chico, incumplirlo manchará de deshonor tu apellido y a todos los de tu casta.

- Cumpliré mi palabra.

El gato se levantó justo cuando el mar rozaba su cola negra. Se acercó con apremio a la pared de roca y su voz grave resonó entre las superficies romas de las piedras.

- Uno, dos, tres… Cocodrilo.

Y con un quejido similar al graznido de una gaviota, un gran agujero se abrió en la base del acantilado, dejando al descubierto una escalera de cristal que se adentraba en los confines de la tierra.

El siguiente capítulo aquí

domingo, 1 de febrero de 2015

5. La cala de arena fina


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Daniel esperó sentado en la acera a que saliera la chica del abrigo amarillo de su casa. Pasó más de veinte minutos mirando la puerta sin que se produjera el mínimo movimiento, y cuando ya pensaba que la chica no aparecería, la puerta se abrió y asomó un destello amarillo inconfundible.

- Hola –le dijo Daniel saltando de la acera.

- ¿Tú otra vez?

Seguía igual de pálida que el día anterior pero en sus ojos había un brillo nuevo. Daniel se preguntó si se debería a la visita de su amigo Dizzie la noche anterior.

- Hola, soy Daniel.

- Ya sé quién eres –le dijo pasando por su lado sin detenerse.

Daniel la siguió hacia el callejón, aunque eso significaba ir en dirección contraria al colegio.

- ¿Hablaste con mi amigo Dizzie anoche?

- No conozco a nadie llamado así –le respondió sin variar el tono de la voz.

- Me dijo que quería preguntarte por la Tierra de Lontananza.

La chica se detuvo en seco. Parecía que por fin había conseguido llamar su atención. Se volvió y lo miró con curiosidad.

- ¿Quién te ha hablado de ese lugar? –le preguntó.

- Te lo he dicho, mi amigo Dizzie.

Ella entrecerró los ojos fijos en él. A pesar de que tendría doce o quince años más que Daniel, apenas le sacaba una cabeza de altura.

- ¿Puedo ir contigo? –le preguntó.

- No sé de qué me estás hablando, chico –su tono se volvió más áspero de lo habitual-. Será mejor que te largues de aquí, y si te veo siguiéndome alguna vez te daré tal patada en el culo que no podrás volver a sentarte en cien años.

Daniel se quedó perplejo y observó cómo se alejaba sin atreverse a dar un paso. Tal vez no fuese ese día, pero se prometió así mismo que encontraría la manera de seguirla hasta la entrada a Bambala sin que se diera cuenta.


- Eso es mentira.

- Claro que no –gritó Daniel como si fuera la fórmula infalible para convertir en verdad todas sus palabras- Te digo que mi padre está combatiendo en la guerra, por eso no está aquí con nosotros.

El corro de chicos que los rodeaba empezó a subir el tono de los murmullos. Daniel ya conocía aquella situación, y por desgracia también sabía el desenlace.

- Eso es mentira –repitió el otro niño cuya cabeza duplicaba el tamaño normal-. Mi madre me ha dicho que tu padre es un borracho y un drogadicto y que tu madre ha venido aquí buscando carne fresca y de mejor calidad.

Daniel no estuvo seguro de haber comprendido el significado de la última frase, pero por el tono con el que el otro chico lo dijo y la risa ladina que asomaba en sus labios, supo que no estaba siendo precisamente amable con su madre, y eso le enfureció de sobremanera.

Vale que se metieran con él, vale que sus mentiras le ocasionaran problemas, vale incluso que menospreciaran e insultaran a su padre; pero que dejaran en paz a Eleanor. Ella nunca había dejado de preocuparse por él y no iba a permitir que nadie le faltara al respeto.

Cerró el puño derecho con fuerza y lo estrelló contra la cara de aquel chico mientras aún mantenía en la boca aquella estúpida sonrisa.

Era la primera vez que pegaba a alguien con el puño cerrado. Hasta ahora se había limitado a los tirones de pelo y las peleas en el suelo hasta acabar cubierto de polvo y escupiendo arena. Descubrió consternado que el hormigueo en el estómago al soltar el golpe le hacía sentir mucho mejor que los enganchones en el pelo.

Miró al chico que, tan sorprendido por el golpe, no se estaba dando cuenta del torrente de sangre que expulsaba su nariz. Salía con tanta fuerza que había manchado el propio polo de Daniel.

Uno de los chicos que había alrededor comenzó a gritar.

- ¡Sangre! ¡Sangre! ¡Está sangrando!

Y entonces estalló el caos.


Su madre aún llevaba puesto el delantal blanco de trabajo y sus tirabuzones pelirrojos desprendían un fuerte olor a frito.

Habían hecho esperar a Daniel cerca de media en la salita previa al despacho de dirección mientras le contaban a Eleanor su versión de la historia. Versión claramente distorsionada por la magistral interpretación del otro chico, que había resultado ser el hijo del presidente del A.M.P.A.

Cuando hicieron pasar a Daniel, vio que su madre tenía los ojos rojos y brillantes. Le cogió de la mano con dulzura y se dio cuenta de que se había quitado el anillo de casada. Una franja de piel blanca ocupaba ahora su lugar.

Lo sentó a su lado, en un butacón de piel oscura, frente a otras dos mujeres: su profesora Margarita y su perpetuo gesto de desaprobación; y la directora, una mujer de mirada inteligente que olía a perfume caro.

- Hola, Daniel –le dijo con una sonrisa sincera-. Hemos estado hablando con tu madre sobre tu pequeño incidente. En este colegio tenemos unas normas muy estrictas acerca de los chicos que se meten en peleas, pero creemos que tu caso es especial y vamos a darte otra oportunidad. ¿Te gusta este colegio, Daniel? –le preguntó.

Asintió sabiendo que era la respuesta que esperaba su madre.

- A nosotras también nos gustas tú y por eso queremos que te quedes, pero a cambio tienes que hacer algo por nosotras –hizo una pausa casi teatral antes de continuar-. Nos gustaría que vieses a una compañera un par de veces a la semana, que vayas a su casa y le cuentes cómo te ha ido el día, si hay algo que te preocupa… cualquier cosa que se te ocurra. ¿Te importaría hacer eso por nosotras?

Daniel se dio cuenta de que la voz de la mujer había ido variando a medida que soltaba su discurso; del tono firme y enérgico con el que le había hablado de las normas del colegio a una retórica melosa que le sonó a cuento chino. Miró a su madre con expresión de no haber comprendido nada.

- No hace falta que se ande por las ramas con mi hijo, señorita Estrella –le reprochó Eleanor con dos lágrimas silenciosas cayendo a plomo de sus ojos-. Cariño, lo que tu directora quiere decir es que creen que sería bueno para ti que vieras a una psicóloga. Nos ayudaría a los dos a entendernos mejor y a pasar página tras la separación de tu padre. ¿Crees que podrías hacerlo, Dani?

El chico miró a su madre y vio sus ojos azules a punto de desbordarse. Le invadió una profunda tristeza y sintió que los suyos propios se llenaban de lágrimas. ¿Cómo podía causarle tanto daño sin ni siquiera proponérselo? Lo único que había hecho era tratar de defenderla.

- Si es lo que quieres, mamá… -dijo al fin.

Eleanor se levantó de la silla y se inclinó sobre su hijo para abrazarlo.

- Todo va a salir bien –le dijo mientras le daba dos cálidos besos en la cabeza.

Las otras dos mujeres también se levantaron de sus asientos.

- La llamaré mañana para darle el teléfono de nuestra psicóloga infantil de confianza. No es la primera vez que trata con niños de familias desestructuradas, le vendrá muy bien al chico, ya lo verá.


A Daniel no le había gustado la forma en que aquella mujer había hablado de él como si no estuviera delante. Tampoco le había gustado que dijera que su familia estaba desestructurada. Su familia la formaban su madre y él, y ambos formaban un núcleo perfectamente estructurado.

Caminaban de vuelta a casa por la estrecha acera junto al acantilado. Eran tan solo las cinco de la tarde pero ya había comenzado a anochecer. El chico avanzaba unos cuantos pasos por delante de su madre, mirando cómo el mar se fracturaba en millones de gotas blancas al estrellarse contra las rocas.

Atrás habían dejado una pequeña cala de arena fina que solo era visible cuando bajaba la marea.
Al darse cuenta de que su madre no le seguía se volvió y la descubrió de frente al océano, con la mano derecha extendida observando el objeto metálico que brillaba en ella: su alianza.

“¿Por qué lleva todavía puesto el anillo de casada, señora Eleanor?” había escuchado que le preguntaba la directora a su madre mientras esperaba a entrar en el despacho.

“No sé, supongo que sigo intentando hacerme a la idea…” había respondido.

“¿Y cómo espera que el chico lo supere si usted misma es incapaz de hacerlo?”

Eleanor miró el anillo por última vez antes de cerrar el puño y lanzarlo con todas sus fuerzas hacia el mar. Dani siguió la parábola que describió el pequeño objeto brillante en el cielo, pero no lo vio hundirse en el mar, sus ojos se cruzaron antes con un abrigo amarillo que apareció de improvisto entre las rocas de la pequeña cala de arena fina.

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