Miró fijamente cada centímetro de su piel de porcelana. Los ojos de cristal permanecían impasibles, pero la sensación de que aquella estúpida muñeca se había movido no lo abandonó.
¿Qué era lo que le había dicho el dependiente cuando salía por la puerta?
"Que tenga un buen día."
No, no era lo que le había dicho, sino cómo lo había dicho, con esa extraña sonrisa en la boca. Le había recordado a un lobo ladino observando una manada de ovejas... Qué estupidez, pensó en aquel momento, pero ya no, ya no lo creía. Esa muñeca, que le miraba desde el vacío de sus ojos de cristal, tenía algo perverso... algo diabólico.
-¿Para quién es? -le había preguntado el extraño dependiente.
-Es para mi mujer -le respondí-, las colecciona.
-Estupendo. No la vendemos para niños.
LA vendemos. Eso había dicho, como si fuera única en el mundo.
Se acercó aún más a ella. Apenas tres centímetros separaban su nariz de las pestañas artificiales y rizadas de la muñeca. Contuvo la respiración mientras observaba con desquiciada atención cualquier mínimo movimiento, por imperceptible que fuera.
Y entonces lo vio: el ligero brillo en sus ojos, el atisbo de sonrisa en su boca pintada... pero no había nada agradable en aquellos dos vestigios, todo lo contrario, eran dos muecas procedentes del infierno.
Cogió aire para gritar, movido por una evidencia tan ilógica que lo hacía enloquecer, pero no llegó a hacerlo, el grito de su vecina se adelantó. Sonó tan desgarrador, tan inhumano, que por un instante se olvidó de la muñeca y se asomó a la ventana para intentar averiguar qué había provocado semejante alarido.
Lo que vio sería la imagen a la que recurrirían sus pesadillas el resto de su vida.
Su mujer, su amada Matilde, yacía colgada por el cuello del árbol más alto del jardín. Sus pies desnudos se balanceaban sin vida al antojo de la suave brisa y la expresión de su rostro amoratado era una oda al sufrimiento.
Se llevó las dos manos a la cabeza para evitar que estallase en mil pedazos y entonces escuchó la risa ahogada a su espalda. El vello de su nuca se puso de punta.
Al volverse se encontró el rostro de la muñeca que ya no ocultaba su diabólica sonrisa.
-Has sido tú -le gritó cayendo de rodillas y sintiendo que su razón cedía el sitio a la locura-. ¡Has sido tú!
Gritó y gritó y continuó gritando mientras los celadores del manicomio lo arrastraban a la furgoneta de enfermos para ingresarlo.
-Ha sido la muñeca -les decía-. Ella la mató.
Por eso, tened cuidado cuando llevéis a casa a una de esas dulces y angelicales doncellas de porcelana, tal vez sea LA muñeca la que estéis colocando sobre vuestras camas, al alcance de vuestros seres queridos...
Cogió aire para gritar, movido por una evidencia tan ilógica que lo hacía enloquecer, pero no llegó a hacerlo, el grito de su vecina se adelantó. Sonó tan desgarrador, tan inhumano, que por un instante se olvidó de la muñeca y se asomó a la ventana para intentar averiguar qué había provocado semejante alarido.
Lo que vio sería la imagen a la que recurrirían sus pesadillas el resto de su vida.
Su mujer, su amada Matilde, yacía colgada por el cuello del árbol más alto del jardín. Sus pies desnudos se balanceaban sin vida al antojo de la suave brisa y la expresión de su rostro amoratado era una oda al sufrimiento.
Se llevó las dos manos a la cabeza para evitar que estallase en mil pedazos y entonces escuchó la risa ahogada a su espalda. El vello de su nuca se puso de punta.
Al volverse se encontró el rostro de la muñeca que ya no ocultaba su diabólica sonrisa.
-Has sido tú -le gritó cayendo de rodillas y sintiendo que su razón cedía el sitio a la locura-. ¡Has sido tú!
Gritó y gritó y continuó gritando mientras los celadores del manicomio lo arrastraban a la furgoneta de enfermos para ingresarlo.
-Ha sido la muñeca -les decía-. Ella la mató.
Por eso, tened cuidado cuando llevéis a casa a una de esas dulces y angelicales doncellas de porcelana, tal vez sea LA muñeca la que estéis colocando sobre vuestras camas, al alcance de vuestros seres queridos...