Alicia levantó los ojos y miró al edificio de cristal negro que se alzaba ante ella. Su silueta apenas se recortaba sobre el cielo nocturno.
La calle estaba desierta, cuatro farolas dispersas formaban pequeñas islas de luz naranja en mitad de un oceano de oscuridad. Alicia se encontraba bajo una de ellas y miraba cada cinco minutos su reloj de pulsera. La temperatura bajaba a un ritmo frenético y con las prisas había olvidado la chaqueta en casa.
Pero temblaba por algo más que por frío.
Un solitario taxi apareció al fondo de la calle justo cuando el reloj marcaba la media noche. Se detuvo al lado de Alicia y de la parte trasera se bajó un hombre. Sonrieron al reconocerse y dejaron alejarse al taxi en silencio antes de que alguno de los dos comenzara a hablar.
Llevaban muchos años trabajando juntos bajo la alargada sombra de aquel edificio. Días enteros con sus noches, muchas desilusiones, muchas decepciones, cargas pesadas difíciles de soportar, sueños robados por la desazón y la angustia; pero Alicia siempre había encontrado en él un hombro donde apoyar el exceso de carga, su propia isla de luz en la que resistir a las tinieblas, su soporte.
Tenían una relación que ni ella misma se atrevía a entender. Sin él no habría llegado donde estaba, le debía lo que era... y por eso le había citado en aquel lugar.
Lo cogió primero de las manos y después le abrazó.
- ¿Qué es lo que pasa, Alicia?
Le conocía lo suficiente para saber por su tono que estaba preocupado.
- ¿Puedo confiar en ti? -le preguntó sin poder dejar de temblar.
- Sabes que sí -respondió mirándola a los ojos.
- ¿Siempre?
- Siempre.
Se produjeron unos instantes de silencio mientras Alicia hacia acopio de todo el valor que le quedaba. Repitió la frase varias veces en su cabeza antes de ser capaz de decirla en voz alta.
- Mañana el jefe no vendrá trabajar -pausa-, y tienes que ayudarme a deshacerme de su cuerpo.