Sucedió de la noche a la mañana, sin un aviso previo o una señal que marcara el comienzo. Aunque ahora que lo pienso, puede que la señal fuera él.
Un día, cuando sacaba al señor Tomas de paseo, entré en el ascensor y los espejos enfretados de las paredes me devolvieron un mosaico infinito de "yos". Sabeís a lo que me refiero, ¿no? El reflejo de una imagen saltado de un espejo al otro hasta el infinito.
Pues en uno de los últimos reflejos que la vista es capaz de distinguir con cierta nitidez, vi un hombre apostado detrás de mí. Por raro que parezca, no me sobresalté, simplemente me pregunté qué era lo que significaba.
Hasta la Navidad de aquel año, el hombre permaneció en el último reflejo de los espejos, impasible al tiempo, y me acostumbré tanto a su presencia que llegué a ignorarlo.
Pero con el nuevo año su reflejo se extendió y cubrió tres más. Fue entonces cuando conseguí diferenciar su indumentaria negra, su rostro pálido y de expresión serena, sus ojos negros como abismos de oscuridad... Pronto comprendí lo que esa visión presagiaba y recé para que dejara de avanzar entre reflejos.
Durante dos meses se mantuvo inmóvil, cada vez que bajaba al señor Tomas observaba su reflejo sereno, aguardando paciente. "No hay prisa", decía su expresión. Yo, por alguna razón, no experimentaba temor al verlo pues su figura transmitía paz y sosiego.
Entonces su avance aceleró. A comienzos de verano tan solo dos de los reflejos estaban libres del hombre de negro. Tomas también lo veía, y lo ladraba sin cesar nada más entrar en el ascensor.
Y por fin llegó el día, consumió todos los reflejos. Aunque físicamente no estaba a mi lado, podía verlo en todos y cada uno de los reflejos y, lo que era peor, podía sentir su presencia como un gélido aliento respirando en mi cara. Supe que aquella sería mi última noche.
Hice unas llamadas, dejé una carta de despedida y me aseguré de que alguien cuidara de mi Tomas cuando yo ya no estuviera. Cerré los ojos y dormí.
La nueva mañana entró en mis pulmones con una bocanada de aire fresco, regenerador. ¿Por qué seguía allí? No comprendía lo que había ocurrido... Aquel hombre de negro venía a por mí, a reclamar mi tiempo, estaba segura.
Salí rápidamente al ascensor y miré mi reflejo. Estaba limpio, el hombre de negro se había esfumado.
Entonces me di cuenta con temor que el señor Tomas no me había seguido hasta el ascensor, no me había despertado aquella mañana con gruñidos de hambre... Y comprendí con cierto alivio y tristeza, que no era mi muerte la que había estado viendo saltar entre reflejos.